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Transitorios

El Estado existe para garantizar seguridad, libertad y certeza en los derechos fundamentales, como la propiedad, la libre expresión y el culto. Ese es el fundamento del pacto social

A la distancia, veo cada día cómo mi país se desmorona, se confronta y se descompone a una velocidad que nunca imaginé posible. La violencia, la inseguridad, la desaparición de personas y la muerte son noticias a las que nunca debimos acostumbrarnos como lo hemos hecho. Ahí perdimos la batalla como sociedad y, al no exigirle al Estado seguridad, desde hace mucho dejamos nuestro futuro en manos equivocadas.

El Estado existe para garantizar seguridad, libertad y certeza en los derechos fundamentales, como la propiedad, la libre expresión y el culto. Ese es el fundamento del pacto social: renunciamos a parte de nuestra libertad a cambio de protección, como enseñaron los clásicos.

Pero, ¿qué sucede cuando esa seguridad se desvanece? Cuando solo queda en la memoria de quienes recuerdan antiguos tiempos de convivencia en la ciudad o en el campo, y una juventud sin miedo por su integridad. Cuando se cuentan  esas historias a hijos y nietos parece que se relata un pasado inalcanzable, y así surge la pregunta inevitable: ¿México es un Estado fallido?

Yo creo que sí.

Hace más de dos años se dio un cambio de gobierno que prometía una batalla frontal, sin tregua y directa contra la corrupción, sin duda el peor de nuestros males.

La corrupción engendró una profunda desigualdad social; la desigualdad, a su vez, originó la inseguridad; y la inseguridad, el caos. Hoy nadie sabe cómo salir de esta espiral, cuando ni siquiera hay una idea clara de cómo afrontar los desafíos en materia de seguridad. Y lo más lamentable: la corrupción sigue presente.

Pero hay un grupo de mexicanos, los políticos, que, como experimentados saltimbanquis, saltan de un partido a otro con total impunidad, sin el menor recato ni pudor. En su acrobacia, todo es posible: pueden recorrer los senderos más rojos de la izquierda o desviarse hacia los matices deslavados del fascismo. Todo se reduce al pragmatismo, a la obsesión por el poder, porque tener un cargo significa riqueza y status. No hay interés por el país, por más que lo griten a los cuatro vientos.

Cuando quienes dirigen el gobierno lo hacen para atender intereses propios, saldar cuentas del pasado o litigar asuntos personales por venganza, el Estado no solo está fallando en el presente, sino que nunca fue realmente viable, sin importar los discursos y las promesas de justicia.

Hoy, más que nunca, la ausencia de ética en la política nos enfrenta a un futuro ominoso, marcado por la injusticia y la corrupción.

El patrimonialismo en la función pública no solo persiste, sino que se fortalece. Hoy no hay convicciones ni una idea clara de la ley como vía para alcanzar justicia e igualdad. Incluso, el respeto a la Constitución, si alguna vez existió, ha desaparecido.

Los temas más serios de nuestra convivencia se sacrifican en favor de ventajas políticas, de eliminar al adversario, de polarizar el discurso y sembrar odio y división entre los mexicanos. Es un largo y sinuoso camino que podría llevarnos a un retroceso social de consecuencias inimaginables.

La sociedad también contribuye a este caos. Somos distraídos, desinformados y apáticos sobre las personas que nos gobiernan. No conocemos su trayectoria y solo los vislumbramos a través de campañas mediáticas vacías, sin propuestas, ideas ni inteligencia. Los candidatos y partidos buscan votos, no soluciones.

No hay tiempo ni interés en defender ideas; la inteligencia ha sido desplazada por el marketing, la publicidad y las redes sociales. Todo se reduce a fórmulas prefabricadas: no hay respuestas a los problemas ni voluntad de debatir o confrontar proyectos.

México no tiene un camino claro hacia el desarrollo, la libertad, la seguridad o la justicia. Las circunstancias nos han llevado a tiempos difíciles. Pasamos de una esperanza de cambio a una realidad avasallante, a una inseguridad que mata y a un futuro sin luz.

Hoy esas promesas han fallado, como cada tres o cada seis años.

Así de pesimista. Así de realista.

Nacional

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