En la Edad Media, a quienes se consideraba criminales o a quienes se oponían a los designios del rey, no solamente se les torturaba, sino que se les sometían a la vergüenza y al escarnio público. Los reyes y los verdugos no se cuestionaban si esos métodos eran o no adecuados. Mucho menos se preguntaban si resultaban o no violatorios de derechos humanos, pues estos últimos no existían en la doctrina medieval. El pueblo (que en ese entonces no era ni sabio ni bueno) solía congregarse para atestiguar y hasta incentivar los tormentos, los azotes y hasta la decapitación.
En esa época, con la intención de someter a los indeseables a los tratos deshonrosos, se empleaba la picota, que era una columna de piedra, normalmente situada a la entrada de las poblaciones o en plazas públicas, en las que se exponían a los ajusticiados o a los reos. Estando en la picota, sin posibilidad de moverse, los acusados eran humillados verbal y físicamente por el vulgo. Las personas podían aventar piedras, excremento o alimentos en estado de putrefacción. La finalidad, sin duda alguna, era someter a los acusados a los tratos más infames y oprobiosos posibles.
Afortunadamente las costumbres sancionatorias de la Edad Media fueron superadas con el tiempo. Diversos ilustres pensadores dieron pie a que se reconociera la dignidad intrínseca del ser humano y, poco a poco, se fueron prohibiendo las penas infamantes. Actualmente, el artículo 22 de la Constitución, textualmente dice que “quedan prohibidas las penas de muerte, de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los palos y el tormento de cualquier especie.” Es decir, quedan proscritas las penas que se empleaban en la época medieval y, por cierto, también se suprimieron las figuras monárquicas y los emperadores, pues el artículo 40 de la propia Constitución establece que es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa y democrática.
Aun cuando la prohibición de penas infamantes y el sistema de gobierno republicano son cuestiones fundamentales que se instituyeron claramente desde que se promulgó la Constitución de 1917, lo cierto es que un legislador decidió hacer caso omiso de ellas No se sabe si por ignorancia o porque, con todo el poder que detenta, se siente más cercano a una figura monárquica que a la de un simple senador.
Un día, justo el veinte de septiembre de dos mil veinticuatro, Fernández Noroña, Presidente de la Cámara de Senadores, fue increpado en una sala ubicada en el aeropuerto internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, por un abogado que claramente no comparte las decisiones políticas de aquél. Don Fernández Noroña -hombre respetuoso y de formas correctas- se sintió ofendido al grado tal que, empleando recursos públicos y a los abogados al servicio del senado (cuyas tareas deben enfocarse a la producción legislativa), denunció al abogado que se atrevió a increparlo. El Señor Noroña consideró, entre otras cosas, que su investidura de Presidente del Senado constituye una especie de manto protector que lo acompaña a cualquier parte a la que vaya. Por eso se sintió ofendido, porque piensa que su investidura sagrada debe ser respetada no solamente en el recinto legislativo, sino más allá de éste, incluso en ultramar. El rey Noroña había sido molestado por el vulgo y eso no podía quedar sin castigo.
Hace unos días, el abogado que osó incomodar al rey Noroña, acudió al salón de protocolo de la mesa directiva del Senado de la República (y, habría que poner énfasis en “República”), para ofrecer una disculpa pública. La picota, ahora convertida en una sala para uso republicano, con escritorios modulares y rodeada de cámaras, fue el lugar en el que se observó, en televisión nacional, a un muy descompuesto abogado ofreciendo sentidas disculpas a su majestad. Por su parte, el legislador, temporalmente ungido en monarca, de manera displicente bebía café y movía sus lentes de una mano a otra, como sopesando si esa disculpa podía o no considerarse suficiente para reparar el gravísimo agravio.
En honor a la verdad, lo realizado por su majestad Noroña, cuya presencia complementó la picota moderna, no fue una disculpa. Se trató de un escarnio público que en nada repara el supuesto daño cometido. Fue una pena infamante (prohibida por el artículo 22 constitucional) porque la intención deliberada fue degradar públicamente al abogado, socavando su dignidad intrínseca como ser humano. Además, en esta ocasión la picota se instaló en el senado, de manera que, tal y como sucedía en la Edad Media, la degradación pública a la que se sometió al abogado se actualizó en un marco de asimetría absoluta de poder, pues fue un ciudadano, evidentemente intimidado, frente al presidente del senado quien ordenó que se le diera cobertura en medios oficiales (¿acaso no fue un tema personal?).
Pero la pena infamante impuesta por su majestad Noroña, tuvo tintes aún más preocupantes. En la Edad Media, a los acusados se les imponía el cepo, que era un instrumento hecho de dos maderos gruesos que unidos podían asegurar una o dos piernas del acusado, impidiendo su libertad deambulatoria. Al abogado se le impuso el cepo moderno, pues en la reunión en la que tuvo lugar el evento estigmatizante estuvieron presentes dos funcionarios de la fiscalía que debían constatar que efectivamente se ofrendara al verdugo principal una disculpa. La libertad del abogado estaba coartada, no solamente por la asimetría absoluta de poder, sino porque la fiscalía se convirtió en un instrumento de presión adicional a la picota actual. Hace mucho que no se había visto en México una pena infamante de esta naturaleza. La picota y el cepo cobraron renovada fuerza y fue con esos instrumentos que se resarció el honor y la honra de su majestad, que siempre debieron permanecer incólumes.
Noroña ha sostenido que la disculpa fue consecuencia de que el abogado acusado optó por la vía conciliatoria. De ser así, esa vía debe tramitarse ante la autoridad competente y hacerse del conocimiento de las partes interesadas, no de la nación. Es un procedimiento interpartes que de ninguna manera debe hacerse público y mucho menos en las condiciones en que se hizo.
Si no reflexionamos sobre lo sucedido y si seguimos callando ante el ominoso proceder de su majestad Noroña y de la fiscalía, nos arriesgamos a que en un futuro, si algún ciudadano se atreve a criticar nuevamente el suntuoso estilo de vida del rey de izquierda, no solamente se le imponga la picota y el cepo, sino que podrían llegar los latigazos o la hoguera. Suena exagerado y lo es, pero lo sucedido rebasó con creces los límites constitucionales que rigen en una República democrática, y eso debe preocuparnos seriamente porque no solamente habla de legisladores que utilizan la fuerza del estado para someter a ciudadanos, sino porque la concentración de poder es de tal magnitud que pueden llevar acciones contrarias a la Constitución sin consecuencia alguna. La picota y el cepo deben quedar reservados para sitios históricos y museos. El Senado de la República no es un recinto apropiado para resguardar esos ominosos instrumentos.