En el libro “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu”, Maurice Joly le atribuye al primero de los mencionados la siguiente frase:
“El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos lo tiempos, los pueblos al igual que los hombres, se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más.”
Apenas leí es frase y me vino a la mente Andrés Manuel López Obrador y el adoctrinamiento que diariamente impartía desde su telón mañanero, otrora Palacio Nacional. Desde su púlpito mediático espetó incesantes críticas sin fundamento ni pruebas concretas, hasta lograr desdibujar el espíritu del pueblo bueno y no tan sabio para convencerlo de que los Jueces, Magistrados y Ministros eran corruptos y querían entorpecer su proyecto de gobierno. Motivado más por sus sentimientos, pasiones y prejuicios, incluso por su sed de venganza, se propuso iniciar una narrativa que tenía como finalidad convencer a todos sobre la necesidad de una reforma constitucional para “renovar” al Poder Judicial de la Federación. Su enojo era visible, los juzgadores federales osaron frenar temporalmente algunos de sus proyectos de gobierno como el tren maya o el aeropuerto Felipe Ángeles. Esos mismos juzgadores se atrevieron a obligarlo a dar derecho de réplica a quienes unilateral y arbitrariamente criticaba en sus mañaneras y a liberar cuentas bancarias indebidamente bloqueadas por la Unidad de Inteligencia Financiera. El ungido no podía soportar esos contrapesos constitucionales y decidió que era tiempo de ponerle fin al Poder Judicial de la Federación.
Cuando comenzó la destrucción de ese poder entendí cabalmente el mensaje que quería expresar Montesquieu cuando, sorprendido negativamente por las reflexiones de Maquiavelo, le manifestó enérgicamente: “Comprendo perfectamente que sois ante todo un hombre político, a quien los hechos tocan más de cerca que las ideas.” A López Obrador lo tocan más los resentimientos que las ideologías políticas tendentes a fortalecer la república.
Como es sabido por todos, el pueblo le creyó. Le bastó asumir como verdaderos e inobjetables los mensajes del predicador de la carpa matutina y, como sugirió Maquiavelo, no pidió nada más. El pueblo no pidió pruebas, no pidió nombres, no pidió denuncias ni investigaciones. No pidió nada. Con el tiempo ya no era López Obrador el que quería acabar con el Poder Judicial de la Federación, era el pueblo completo.
Después de una serie de irregularidades que en ningún Estado Constitucional de Derecho en el que exista una auténtica división de poderes podrían haberse pasado por alto, se mancilló la Constitución, se integraron comités de evaluación que elaboraron las listas de candidatos para juzgadores federales (algunos de ellos con antecedentes penales o con vínculos comprobables con narcotraficantes), y se organizó una elección.
El primero de junio de dos mil veinticinco se consumó la venganza. Con una ínfima participación ciudadana y a partir de acordeones distribuidos por MORENA o grupos afines al oficialismo, se eligieron, entre otros cargos, a los nueve Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y a los miembros del tribunal disciplinario. Todos, absolutamente todos, son personas con una inclinación manifiesta a favor del régimen o muy cercanas a Andrés Manuel López Obrador. Hay incluso una Ministra que presume ser fundadora del mencionado partido político.
¿Qué podemos esperar de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación? La respuesta es todo, menos lo que una auténtica Corte debería hacer. El Más Alto Tribunal del País debería ser un órgano contramayoritario (muchas veces protege a grupos minoritarios) que sirva de contrapeso a las decisiones de los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Su tarea es asegurar que las normas y los actos de autoridad se ajusten a la Constitución y tiene como encargo proteger los derechos fundamentales de las personas, imponiendo límites al ejercicio del poder para evitar la arbitrariedad.
En una Corte integrada por personas con una sola visión política, con una especie de fanatismo incurable por su mesías y que apoya a ultranza las políticas del oficialismo, no queda espacio para el debate jurídico serio y de altura. No queda un solo resquicio que le permita actuar como contrapeso y no se encontrará una sola rendija por la que pueda entrar una luz que ilumine los actos arbitrarios del oficialismo. Todos los actos de autoridad y todas las leyes que defienda la presidenta, serán considerados constitucionales. El juicio de amparo (el instrumento jurídico por antonomasia que ampara y protege al débil frente a los actos indebidos del poderoso), se volverá un medio para legitimar constitucionalmente la arbitrariedad y la injusticia.
Por si lo anterior fuera poco, el Tribunal de Disciplina será la autoridad que presionará y sancionará a los jueces y magistrados que, en el ejercicio legítimo de su función, se atrevan a conceder suspensiones y amparos en contra de los actos en los que la titular del Poder Ejecutivo tenga especial interés. Desde hoy se puede adelantar, sin lugar a dudas, que el amparo en materia fiscal será solamente un vago y anecdótico recuerdo de lo que alguna vez fue la defensa de los contribuyentes. Ahora, dado que se requiere dinero, mucho dinero, para las pensiones del bienestar, los amparos en materia tributaria de cuantía significativa, estarán condenados al siguiente resolutivo: “La Justicia de la Unión no ampara ni protege…” y las leyes fiscales siempre serán constitucionales. Lo mismo sucederá en la materia administrativa tratándose de concesiones, permisos administrativos, licitaciones e invitaciones restringidas. La autoridad actuará con total impunidad y los gobernados podrán tener la certeza de que perderán sus asuntos. Nuevamente conviene invocar una frase que Montesquieu le expresó a Maquiavelo: “¿Qué protección podían tener los ciudadanos contra la arbitrariedad, si una sola mano reunía confundidos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial?
No quiero decir que el Poder Judicial de la Federación era perfecto. Sin duda existían áreas de oportunidad que hubiesen permitido una mayor profesionalización y autonomía. Incluso una rendición de cuentas más transparente tratándose de asuntos disciplinarios. Sin embargo, la finalidad hubiese sido fortalecerlo y no destruirlo.
Desde que empezó el discurso violento en contra del Poder Judicial de la Federación, comenzó su lenta tribulación. Poco a poco se fue destruyendo hasta asestarle el golpe final. Por meses vimos un Poder Judicial que se iba disminuyendo y que anunciaba sus últimos estertores. Herido gravemente por los infundios y la deleznable complicidad del Poder Legislativo, el primero de junio de dos mil veinticinco, ante la ausencia de algún remedio, se acabó con él. Se llevó a cabo la operación necesaria para aniquilarlo y lograr que se reúnan los tres poderes en una sola mano. Se implementó un sistema de gobierno que ya no es república (no hay separación de poderes) y que no tendrá consecuencias buenas, tal y como Montesquieu lo advirtió desde 1748.
Cuando ya no se agoniza es que ha cesado toda actividad vital. Cuando ya no se agoniza es que se ha muerto y dejado de existir. Ya no es el Poder Judicial de la Federación el que agoniza, ahora es la república.