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martes, diciembre 16, 2025
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El amparo en ruinas: del manto protector a la intemperie

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México, alguna vez, supo regalar al mundo una joya jurídica: el juicio de amparo. Nacido de la pluma visionaria del jurista preclaro Manuel Crescencio García Rejón y Alcalá, aquel yucateco que en pleno siglo XIX comprendió que la libertad del individuo necesitaba un dique frente al poder. El ilustre abogado concibió un juicio que no es entre particulares, sino que siempre se instaura entre el ciudadano desprotegido y la autoridad que, en su exceso, quebranta la ley. Desde entonces, el vasto entramado constitucional mexicano se sostuvo sobre un pilar que de manera casi sagrada decía: el estado debe ser contenido por el derecho y la justicia federal debe ser el refugio frente a sus abusos. 

Desde entonces y hasta nuestros días, las sentencias que se dictan en los juicios de amparo en los que el juzgador considera que el estado incurrió en excesos, terminan con una frase que revela una poesía mágica en su resolutivo: “La Justicia de la Unión ampara y protege…” Ese pronunciamiento final no es solo un acto procesal o una frase que se pierde en el vacío jurídico. Se trata de una voz solemne en la que el juzgador declara, sin titubeos, que la nación se yergue para decirle al débil que no está solo, que el Poder Judicial de la República, la Unión de los estados, se erige como una frontera infranqueable ante el poder del propio estado. Es, con significados casi místicos, la expresión más nítida de que la Justicia de la Unión constituye el manto protector para los individuos: desde los más débiles y desprotegidos, hasta los más encumbrados. 

Hoy ese manto está agrietado, a nada de derrumbarse por completo y no por culpa de los juzgadores de carrera judicial, sino por la irresponsabilidad de legisladores del partido oficial y por la indolencia -casi criminal- de quienes se postularon para juzgadores por “voto popular”, sin tener los conocimientos ni las habilidades técnicas para ejercer el cargo. 

Asistimos, como espectadores de un teatro grotesco, a la demolición lenta pero firme de lo que fue nuestra mayor aportación jurídica al mundo. Día tras día, sin mayor esfuerzo, podemos ver jueces penales que no saben siquiera conducir una audiencia o realizar un simple cómputo para determinar el tiempo que el afectado ha estado privado de la libertad. En los juzgados de Distrito hay jueces que en el incidente de suspensión hacen pronunciamientos de fondo que son propios del expediente principal. Emiten resoluciones que son contrarias a jurisprudencias obligatorias y de manera injustificada desechan demandas con tal de no tener que enfrentarse a la complejidad de los argumentos jurídicos contenidos en ellas. La ignorancia, antes excepción, se ha vuelto la regla general y con ella se juega con las personas como si fueran parte de un ensayo académico del primer semestre de la carrera de derecho. La desgracia es que en ese ensayo se cometen errores y cada uno de ellos significa prisión, pérdida de bienes y despojo de derechos. 

El primer acto de corrupción no está en el soborno ni en la coacción externa: está en postularse para un cargo que no se debe ejercer por falta de preparación y experiencia. Hoy, la mayoría de quienes llegaron por voto popular, aprenden a ser jueces siendo jueces, y en esa curva de aprendizaje afectan los bienes más preciados de las personas. Lo peor de todo, es que esos juzgadores no entienden que no entienden. Tratan, cínicamente, de esconder su ignorancia decretando recesos continuos e interminables. Cada vez que sucede algo en la audiencia, el juez penal por “voto popular” expresa: “para tomar mis apuntes decreto un receso por veinte minutos”. Al final, el receso que decretó fue por tiempo indeterminado. Apenas se percató que 20 minutos no serían suficientes para mitigar, al menos temporalmente, su desconocimiento. 

Otros juzgadores, en plena sesión, con tal de justificar sus evidentes errores que quedan expuestos, alzan la voz o se consideran víctimas y piden que las observaciones les sean entregadas antes de la sesión, como si la razón de ésta no fuera precisamente debatir los asuntos. Ha habido casos que, pese a lo palmario de los yerros o calamidades que proponen en sus proyectos, ante la imposibilidad de argumentar, se aferran a ellos y los sostienen sin dar mayor justificación. Todos ellos parecen no darse cuenta que están afectando a personas que tienen un rostro, que tienen familia, que tienen necesidades y frustraciones. Para ellos lo importante es poder decir a los cuatro vientos que son juzgadores federales porque ganaron una “elección farsa”. Lo demás no importa. 

Y la tragedia no termina ahí. Están por aprobarse reformas a la Ley de Amparo que prácticamente extirpan el interés colectivo; que cercenan la suspensión -ese brillante instrumento que servía para frenar temporalmente actos de autoridad antes de que el daño fuera irreparable- y que, en un vuelco de la historia jurídica, establecen vías para que las autoridades responsables puedan incumplir con las sentencias de amparo sin consecuencias perjudiciales. Se está construyendo un sistema en el que el incumplimiento ya no es anomalía, sino normalidad. 

El oficialismo ya “tomó” el Poder Judicial. Los nuevos juzgadores de elección popular, por ignorancia, por compromiso o por falta de independencia, no se enfrentarán al poder del Estado. Ahora los quejosos, las personas marginadas o las que más necesitan el amparo, se encontrarán en un terreno baldío en el que la justicia, cual ruina arqueológica, será custodiada por juzgadores temerosos, complacientes y sin conocimientos. La tristeza se recrudece cuando uno observa que la gente con menos educación y más desprotegida cree ciegamente en los proyectos del oficialismo y en que el nuevo Poder Judicial les resulta más cercano. No se han dado cuenta que los principales y, tal vez, los primeros afectados serán ellos. 

El drama es nacional y silencioso. Mientras la sociedad se entretiene con el ruido político y los distractores que Morena lanza como anzuelos interminables, lo que se pierde es el núcleo mismo del pacto republicano, el sometimiento del poder a la ley. México fue, durante décadas, ejemplo en América Latina gracias al juicio de amparo. Hoy caminamos hacia un país en el que la justicia se ha vuelto simulacro; en el que la frase mística “la Justicia de la Unión ampara y protege” cada vez será menos común y no anunciará un manto, sino un simple espejismo. 

Si oteamos el horizonte nacional, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el cielo arrebolado se transmuta en nubes grises, cargadas de centellas y granizo y los ciudadanos, con el manto ausente del amparo, nos encontramos en la intemperie.

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