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lunes, julio 7, 2025
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Casas que hablan.

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En México, la corrupción no siempre se oculta. A veces se construye con ostentación: pisos de mármol, candiles de cristal, muebles de diseñador. No es un delito que se disimula, sino una obscenidad que se presume con descaro. En este país, las viviendas de los políticos no son simples domicilios: son monumentos al cinismo, patrimonio no registrado, testigos de un poder ejercido al margen de la ley. En nuestra cleptocracia, el ladrillo no simboliza un hogar: representa un dominio.

Tras la célebre “casa de los perros” de López Portillo, pasaron años hasta que estalló el escándalo de la Casa Blanca de Enrique Peña Nieto: una mansión de siete millones de dólares en las Lomas de Chapultepec, a nombre de su esposa y construida por el contratista predilecto del sexenio, Grupo Higa. Peña lo llamó un “error de percepción”, pero la percepción era exacta: ahí estaba la corrupción revestida de granito y acabados de alta gama. No fue la suntuosidad lo que colapsó su imagen, sino la mentira, cuidadosamente decorada.

Después llegó la Casa Gris de José Ramón López Beltrán, hijo del presidente que prometió erradicar la podredumbre “desde la raíz”. Ahí estaba, en Houston, ocupando la residencia de un alto ejecutivo vinculado a un contratista de Pemex. El mandatario, campeón de la austeridad, justificó el caso con una frase que ya es parte del catálogo de excusas cínicas: “la señora tiene dinero”, en referencia a su nuera. Más tarde surgió otra propiedad en Coyoacán, relacionada con una empleada de La Jornada, diario alineado sin matices al obradorismo. El lema “no somos iguales” se desplomó entre sofás europeos y albercas climatizadas. Resultaron idénticos, solo que más desfachatados.

Y ahora, la cereza azul: la lujosa residencia del panista Diego Sinhue, exgobernador de Guanajuato, en The Woodlands, Texas. No figura a su nombre, pero sí está asociada a un proveedor favorecido por su gestión. Cuando se le confronta, calla; cuando lo exhiben, se ofende. Pero lo más revelador no es la propiedad, sino el silencio cómplice de su partido. El PAN, adalid de la transparencia cuando no es en su contra, hoy parece cartujo en su monasterio: ningún pronunciamiento, ninguna exigencia, ni siquiera una reacción tibia. La doble moral panista ya no es incoherencia: es doctrina.

En la sociedad cleptocrática que padecemos, la trampa se premia, la ética se desvanece, la vergüenza ya no incomoda. Aquí, transgredir la ley se considera ingenioso si se hace con un traje caro y un discurso de moral prestada.

Cada sexenio tiene su casa simbólica. No son ocurrencias personales: son metáforas del sistema. Enormes, amuralladas, blindadas. La arquitectura de la impunidad. El político roba para dormir entre sábanas egipcias, mirar el jardín desde la tina y al país desde un ventanal antibalas.

¿Y la ciudadanía? Indignada, sí. Pero también anestesiada. Mientras millones no acceden ni al crédito Infonavit, ellos adquieren palacetes mediante prestanombres. Estas casas sexenales levantan murallas de desigualdad.

Lo más grave no es que adquieran propiedades con recursos de origen turbio. Lo intolerable es que lo hagan con la sonrisa puesta, la impunidad asegurada y el discurso del pueblo en los labios. Casas que no hablan, pero sí gritan.

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