Hace algunos años, cuando la elección de juzgadores federales por voto popular era impensable (casi como lo era desde la época de los romanos), un Magistrado, preocupado porque los recién nombrados jueces de Distrito no perdieran de vista la alta responsabilidad que tendrían sobre sus hombros y la humildad con la que debían enfrentar su nueva encomienda, se dio a la tarea de escribirles una carta. En ella, el experimentado jurista expresó:
“El trabajo judicial exige un esfuerzo poderoso por la responsabilidad que implica. Por esta razón, el juez debe ser un hombre disciplinado. Lo que quiero decir, es que tendrá que renunciar a muchas de las cosas gratas que el mundo te ofrece. Así es, amigo mío, para estudiar bien los expedientes deben emplearse muchas horas, lo cual sólo se logra con un riguroso plan de vida.
(…)
A lo mejor piensas que por haber trabajado varios años en un juzgado o tribunal, y por haber triunfado en un concurso de oposición, estás plenamente capacitado para ejercer la función jurisdiccional. Sin embargo, lamento decirte que aún estás muy lejos de obtener una buena calificación por tu trabajo (…) Una sentencia, amigo mío, no puede ser regular, debe ser elaborada de tal manera que su autor demuestre palmariamente a la parte perdidosa que no tiene la razón (…)”
En cuanto a que serás famoso, lamento también desilusionarte. Cuando en la sociedad el nombre de un juez anda de boca en boca, algo malo puede estar sucediendo. Un buen juez, suele pasar toda su vida inadvertido.”[1]
Esos sabios consejos fueron bien recibidos por los noveles juzgadores quienes, sabedores de las virtudes que debían encarnar, se dedicaron preponderantemente a su preparación; al estudio acucioso de los expedientes y a sembrar en el personal de apoyo el anhelo por aprender la técnica para la elaboración de sentencias de amparo. Todo ello sucedió en el discreto silencio de sus privados y, en ocasiones, con el grito ahogado por la interminable carga de trabajo. Ese grito -que se guardaba en estricto sigilo personal- era el culpable de que los expedientes acompañaran a los juzgadores hasta el más íntimo rincón de sus viviendas en las que se mantenían abiertos boca abajo, “como tejados a dos aguas en busca de una casa (un juzgado o tribunal) que cobijar.”
Años después, ante los ojos incrédulos de quienes caminaron en manifestaciones pacíficas en defensa de la carrera judicial, el Poder Legislativo mancilló la Constitución para establecer la selección de juzgadores federales a través del voto popular. Bastó un solo movimiento trémulo para que la entintada espada de Damocles cortara por completo planes de vida y acabara de tajo con la carrera judicial. No se quiere decir que había un Poder Judicial de la Federación inmaculado y perfecto. Como toda obra humana, sin duda podían adoptarse medidas para mejorarlo y destituir de sus funciones a quienes, previa comprobación legal, incurrieran en conductas inapropiadas. Sin embargo, al simple grito cotidiano de “todos son corruptos”, repetido incesantemente desde un púlpito mediático, se eliminó la carrera de juristas preparados y respetables, sin que se les acreditara uno solo de los infundios pregonados. Llama la atención que si todos eran corruptos ¿por qué se les permitió participar como candidatos a juzgadores con pase directo? Usted, estimado lector, seguramente podrá responder adecuadamente este cuestionamiento.
¡Qué lejos quedaron los consejos del sabio magistrado! Ahora, muchos de los que pretenden ser juzgadores federales hacen todo lo posible por andar de boca en boca; adoptan las medidas necesarias para que su vida sea públicamente advertida e intentan desesperadamente ser famosos. Hoy en día, incluso antes de que comiencen las campañas, las redes sociales están saturadas de aspirantes o aprendices improvisados que han hecho diseños gráficos con sus nombres, los han registrado como marcas y pretenden que se les llame con sobrenombres como: “la ministra del pueblo”; “la toga voladora”; “el todas confirmadas”; “ángel de la justicia”; “sentenciador veloz”; “tu juez laboral” o tu amigo el juez tal o cual. Incluso, hay quienes han pretendido que esos apelativos se integren en las boletas electorales a un lado de su nombre, porque creen que de esa manera “se acercan al pueblo”, aquel que habrán de juzgar algún día no muy lejano.
Además de lo anterior, no se requiere mucho esfuerzo para encontrar, también en redes sociales, a algunos aspirantes dando espectáculos que podrían considerarse dantescos, con tal de que su nombre ande de boca en boca. Hay quienes se presentan haciendo gala de sus conocimientos sobre acuarios o artesanías regionales; quienes comparten -con aparente erudición- las enseñanzas que sus menores hijos les han mostrado; quienes desprenden lecciones filosóficas de un ocaso o quienes, después de presumir su cercanía con funcionarios encumbrados de la presente administración, no tienen reparo en acusar la “terrible corrupción” que existe en el Poder Judicial de la Federación del que ellos mismos formaron parte por varios lustros en los que, dicho sea de paso, jamás denunciaron un solo acto de prevaricación.
Estar de boca en boca es ahora una condición sine quo non para poder llegar a ocupar una plaza de juzgador en el Poder Judicial de la Federación. Hay que ser famoso, al menos entre los vecinos, pues ellos serán los avales de la conducta moral y profesional del aspirante. No importa gritar improperios y mostrar comportamientos vulgares: si algún vecino los aprueba, entonces se tendrá su carta de recomendación. Fijar una condición de esta naturaleza como requisito para ser juez, magistrado o ministro, y elevarla a rango constitucional, revela, sin duda alguna, que la objetividad y el profesionalismo en la designación de candidatos fueron los valores que inspiraron la reforma constitucional: los exámenes de oposición fueron condenados al ostracismo.
Ante estas penosas y variopintas exhibiciones cabe formular algunas preguntas elementales:
¿Dónde quedó el decoro y el recato que eran características esenciales de los juzgadores? ¿Acaso utilizar motes ordinarios realmente los acercará al pueblo y servirá para obtener los conocimientos técnicos necesarios para juzgar adecuadamente? ¿Hacer ofrecimientos de campaña no compromete la imparcialidad y la independencia que debe tener un juez?
Aún no comienzan las campañas y ya abundan candidatos que emulan a Poncio Pilatos, ese juez que se deja arrastrar por el sentimiento y las pasiones de las masas.[3] El supuesto letrado sin carácter que sucumbe ante el clamor popular y al que, por ende, le resulta imposible sobreponerse frente a la multitud. Tal vez muchos Pilatos que estarán por llegar no resolverán presionados por una muchedumbre enceguecida, pero sí lo harán por factores de poder que supondrán sumisión. Serán jueces temerosos y genuflexos, cuyo criterio estará comprometido por diversas circunstancias ante las que cederán irremediablemente.
A la llegada -sin duda preocupante- de jueces Poncio Pilatos, deberá sumarse, desde luego, el complicado camino que supondrá litigar con jueces vedettes, es decir, aquellos que se exhiben y que dependen de un auditorio. Los que tienen una sed incontrolable por formar parte de programas televisivos y reportajes con cierta exclusividad. Esos jueces, que se acercarán más a la industria del entretenimiento que a la función jurisdiccional, serán un valladar infranqueable para que se logre la aspiración natural de contar con una recta impartición de justicia.
Las “precampañas” que se advierten en redes sociales nos alertan que muy pronto los recintos judiciales, antes ocupados por juzgadores de carrera judicial que desempeñaban su función de manera profesional y reservada, serán sustituidos por jueces fariseos, es decir, aquellos que aparentan tener un incorruptible respeto por el derecho, pero que en realidad eluden todo compromiso con la justicia. Sus decisiones carecerán de rigor porque se acomodarán en cada caso a lo que más convenga a sus intereses personales. Los magistrados fariseos, al momento de juzgar, cambiarán su criterio de acuerdo con impulsos íntimos que los tornará indiferentes a la idea de justicia, considerando que la justicia es indiferente a la moral. Esa indolencia -bañada en actitudes abúlicas- significará también la inobservancia de los precedentes judiciales y de la doctrina: el derecho público será desplazado por apetitos privados.
Estos personajes que vestirán “togas voladoras” o que sienten el llamado divino a encarnar auténticos ángeles de la justicia, en algunos casos, jamás se han sentado tras el escritorio de un actuario o de un secretario (mucho menos de un juez, magistrado o ministro). De un día a otro, se convertirán en juzgadores que serán ignorantes del derecho y de la función judicial, cuyo acto inicial de corrupción se habrá consumado incluso antes de firmar su primer fallo, a saber, postularse para ocupar un cargo para el que no están preparados.
¿Acaso el “ángel de la justicia” o la “Ministra del Pueblo” podrán un día aspirar a escribir con endecasílabas la prosa ordinaria de sus sentencias? La respuesta parece obvia ante el muy gris y triste panorama que se barrunta con el interés de algunos aspirantes por estar de boca en boca, por ser famosos y por considerar que son parte de un pueblo místico que desconoce la función judicial, pero que es sabio para elegir a sus juzgadores. Cuando el nombre de un juez está de boca en boca -reiteraba mi letrado amigo-, algo malo puede estar sucediendo…entre otras cosas, que está dedicándose a su promoción personal y no a cumplir cabalmente con la función judicial que tiene encomendada.
La carta que escribió ese admirado magistrado, en la que aconsejaba alejarse de la fama y evitar estar de boca en boca, debería constituir una lectura obligatoria para todos los actuales candidatos a jueces de Distrito, magistrados de Circuito y Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La sencillez de su texto no riñe con la profundidad del mensaje. La desventaja es que ese texto es discreto y no llama la atención de candidatos que requieren estar en redes sociales y en programas televisivos. Ese texto requiere ser leído y estudiado y hoy, lamentablemente, leer y estudiar son actividades en las que dichos candidatos no tienen especial interés.
A pesar de lo dicho, se debe reconocer que no todo ha sido malo. Esta reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación ha demostrado también que existen juzgadores profesionales, personas con virtudes y fortalezas inquebrantables, que continúan desempeñando su función sin ceder un ápice y que no han sucumbido ante el “canto de las sirenas” que emiten voces cercanas al poder. No han caído en las tentaciones que supone salvar su posición a través de adquirir un cuestionado compromiso con quienes hoy son encumbrados políticos del pueblo: ese que siempre es sabio y siempre es bueno. A esos Señores Juzgadores -a muchos de ellos tengo la fortuna de conocer-, debería ir el mayor reconocimiento y apoyo solidario de quienes queremos y creemos en un Poder Judicial de la Federación fuerte, independiente e imparcial. Al menos, aunque de poco sirva, tienen mi reconocimiento y apoyo personal. Ojalá la historia le muestre a ese pueblo que, con motivo de una reforma poco informada, perdimos a juristas probos y valiosos. Ojalá el tiempo acredite, también, que el silencio o indiferencia de barras de abogados, asociaciones civiles y despachos jurídicos frente a la reforma judicial, constituyó un proceder cómplice del que también se verán afectados.
No debemos caer en la desesperanza total: tal vez existan algunos candidatos que tengan conocimientos jurídicos, experiencia jurisdiccional y la intención de llevar a cabo una labor profesional en beneficio de nuestro país. A ellos no quisiera decepcionarlos, pero a estas alturas no se pueden bajar las estrellas: las condiciones actuales no les permitirán ser juzgadores libres ni independientes. Sinceramente, por el bien de México y por la salud de sus consciencias, espero equivocarme.
Finalmente, a quienes buscan a toda costa la fama y estar de boca en boca; a quienes consideran que pueden ser “sentenciadores veloces” o “togas voladoras” (cualquier cosa que ello pueda significar); a quienes piensan que la justicia no es una tarea sustantiva inacabada sino un simple bien mostrenco susceptible de ser permutado por beneficios políticos o económicos que reporten una ventaja personal, solamente puedo pedirles que, en esa tibia, oscura y muy escarpada cueva que están a punto de explorar, intenten escuchar los ecos que retumban cuando se recuerdan los principios que alguna vez inspiraron la carrera judicial.