Estados Unidos ha vuelto a ignorar al gobierno de México sin contemplaciones. La presidenta Claudia Sheinbaum, en un intento por minimizar la gravedad del incidente, anunció que solicitaría información al Departamento de Estado sobre la revocación de la visa a la gobernadora de Baja California. La respuesta fue un portazo diplomático: “es información confidencial.” Ni explicaciones ni cortesías. Washington ni siquiera se molestó en fingir diplomacia.
Pero la crisis de Baja California no es un hecho aislado. Es el desenlace de años de encubrimiento sistemático, de muchas administraciones que, sexenio tras sexenio, cerraron los ojos ante la infiltración del crimen organizado en las estructuras gubernamentales. Informes que señalaban a funcionarios relacionados con actividades ilícitas quedaron archivados sin consecuencias. Y cualquier intento de investigar se perdió entre los laberintos de la burocracia.
La política exterior de Washington hacia México se ha convertido en una serie de desplantes. No solo son las visas canceladas; también está la entrega de familiares de Joaquín “El Chapo” Guzmán al FBI, el pretendido impuesto a las remesas, la militarización de la frontera y los aranceles, entre otros. La administración de Trump normalizó las decisiones unilaterales, y México, incapaz de responder con firmeza, se conforma con comunicados que nadie escucha.
Sin embargo, el verdadero problema no es el desprecio estadounidense, sino el silencio cómplice del gobierno mexicano. Durante más de seis años, las advertencias sobre la infiltración del crimen organizado fueron ignoradas. Los informes señalaban a funcionarios vinculados con actividades ilícitas, pero se archivaron sin consecuencias. Y cuando Washington actúa, el régimen mexicano finge sorpresa.
Las instituciones de procuración de justicia, lejos de proteger a la sociedad, se han convertido en murallas que solapan a los aliados del régimen. Las fiscalías, que deberían defender el interés público, se han transformado en refugios para políticos privilegiados. Para ellos, la ley es un escudo; para los demás, una espada. El desprecio por el Estado de derecho es absoluto.
La complicidad nunca es gratuita. Quienes hoy disfrutan de impunidad pueden convertirse mañana en un lastre. Los favores tienen un límite, y cuando la corrupción se vuelve insoportable, el silencio se transforma en evidencia.
Insistir en pedir explicaciones a Washington es una ilusión. La revocación de visas no es un simple error administrativo, sino una advertencia. Un recordatorio de que la impunidad tiene un precio y, tarde o temprano, se paga. Porque, aunque Estados Unidos dista de ser un modelo de virtudes, entiende que la corrupción en México no es solo un problema local, sino una amenaza que cruza fronteras.
La designación de Ronald Johnson, exmilitar y exagente de la CIA, como nuevo embajador de Estados Unidos en México, no es solo un cambio de tono; es una declaración contundente: México no es visto como un socio, sino como un problema. Las listas de funcionarios bajo escrutinio envían un mensaje inequívoco: Estados Unidos no tolerará la complicidad de ciertos miembros distinguidos del gobierno mexicano con el crimen organizado.
La factura está sobre la mesa y no es negociable. Cada escándalo, cada revelación, no es solo otro clavo en el ataúd de una credibilidad moribunda, sino una grieta más en el muro que debería sostener la justicia. Mientras tanto, el país entero sigue pagando el precio del silencio.