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El valor de la verdad 

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 “Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”. (Hannah Arendt. “La mentira como herramienta de poder”).

  El hombre se ha preocupado siempre por encontrar la verdad. Los grandes filósofos y pensadores de todos los tiempos han escrito sobre la verdad: sus distintos significados, los métodos para llegar a ella, su valor e importancia. Podemos consultar ensayos, libros y tratados. La literatura es muy basta. 

  La verdad existe, aunque se realicen grandes esfuerzos por negarla. Existe esa correspondencia entre lo que se dice o piensa y lo que es real. Constituye un medio  para conocer el mundo, como una forma de acceder a la información de la manera más completa posible. 

  Las personas fuimos educadas en el reconocimiento e importancia de la verdad. En las religiones y escuelas de pensamiento se inculca el valor de la verdad, porque se sabe que contribuye al bien moral. Sócrates pensaba que quien conoce la verdad actúa moralmente. 

  Sin embargo, en política, la historia es distinta; tal parece que verdad y poder están divorciados. Hay quienes no solo justifican mentir, sino que lo consideran vital para la “permanencia” de una sociedad. Los límites entre verdad y mentira se tornan borrosos, se diluyen sutilmente y desaparecen. 

  Con el acceso inmediato a la información, con la posibilidad que la gran mayoría tenemos de acudir a todo tipo de medios para conectarnos y saber qué ocurre en el mundo, la verdad ha dejado de importar. Hemos perdido la capacidad para distinguir entre lo verdadero y falso; entre lo bueno y malo. Creemos lo inmediato sin cuestionarnos más.  

    Nuestros dirigentes lo saben (lo han sabido siempre)  y nos someten con facilidad  al “imperio de la mentira”.

    Así, nos dijeron que los jueces (todos los jueces de este país) son corruptos, ambiciosos, flojos y elitistas. Esa verdad absoluta nos llevó a una “muy necesaria” reforma, con los resultados que estamos viviendo y con las  graves consecuencias que estamos por vivir.

Nos dijeron también que  ellos son la auténtica voz del pueblo, que conocen su sentir y que luchan por una sociedad mejor, en la que reine la paz y la armonía, cargadas de afecto y abrazos, y en la que exista un sistema de salud similar al de un país que casi nadie conocemos, ni sabemos donde se ubica. 

  Nos hicieron saber que las calificaciones y el deseo de superación de los educandos no es lo que realmente importa. Nos dimos cuenta (gracias a ellos) de que estamos decepcionados de la meritocracia y que no hay que ser pretensiosos. 

  Descubrimos que las madres buscadoras en realidad tienen  propósitos  oscuros y nos han engañado al publicitar que encontraron fosas con restos humanos, en donde no las hay. 

  Nuestros dirigentes informan -y muchos les creen- que este país es un lugar seguro, que los jóvenes están a salvo y que la abundancia pronto se extenderá a cada una de nuestras casas. 

 Somos una sociedad satisfecha y feliz, de acuerdo con el discurso político. 

  Pero ¿esto es verdad? La pregunta no importa. Con una sociedad como la nuestra es posible hacer lo que se quiera.

  Lo cierto es que los seres humanos tenemos  el derecho  irrenunciable a la verdad y simplemente lo hemos olvidado. Ojalá recordemos pronto.

Nacional

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