
El buen funcionamiento de una sociedad requiere de un mínimo de normas que sirven para forzar la voluntad, a fin de actuar conforme a su contenido. Las normas brindan seguridad: las personas saben a qué atenerse. Bien, porque existe una sanción si se incumplen, o bien, porque existe el convencimiento de que su fin es bueno para la comunidad.
En nuestra sociedad existen normas jurídicas que orientan la conducta de los ciudadanos y que miran por el bien común. El respeto a la propiedad privada, el debido comportamiento cívico, la responsabilidad de los padres frente a sus hijos, el cumplimiento de un contrato, el pago justo de una prestación, condiciones de trabajo dignas, la persecución de delitos, y muchas más, que nos permiten convivir de forma pacífica.
Sin embargo, una porción de esta sociedad no está convencida, ni teme a la sanción que se le pueda imponer por no respetar el orden público y sus normas. Grupos de personas buscan solo su provecho, están convencidas de que pueden obtener beneficios sin esfuerzos y de que pueden delinquir en menor o mayor medida. No tienen conciencia social, no se sienten vinculadas a su comunidad. Ejemplos tenemos muchos: el evasor de impuestos, el que comercia en la vía pública, el que explota a su trabajadora doméstica, el que copia un ensayo, el que “hace como que trabaja”, el que altera medicamentos, el que roba en las calles, el que corrompe al funcionario público, el que “da mordidas”, el que “se ausenta” sin pagar pensión. La lista es muy grande y cada día se extiende más.
¿Qué está fallando?, ¿por qué el hombre no respeta a sus semejantes? La respuesta es muy compleja, la pregunta no es nueva, ni propia de la actualidad; en todos los tiempos ha existido esta desobediencia y abuso social.
A Sócrates se le atribuye esta frase: “La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros.” Hoy podemos agregar que además desean ser influencers y hacer lo mínimo obteniendo lo máximo. Vaya futuro al que se enfrentan.
Recuerdo un pasaje de unos de los trabajos del extraordinario Ministro de la Suprema Corte Juan Díaz Romero:
“Es común que nos quejemos de la malevolencia e inseguridad en que vivimos: las calles son peligrosas; los asaltos proliferan; la gente no confía en sus dirigentes; la sociedad está en descomposición y clamamos porque todo esto se remedie. ¿Por dónde empezar?
Esta pregunta fue hecha a Confucio hace más de dos mil quinientos años. ‘Maestro’ le dijo uno de sus discípulos, ‘miro por todos lados que en nuestra sociedad hay muchas divisiones. Son demasiados los temores, las hostilidades y las sospechas ¿cómo cambiar esto para siempre?’. El maestro contestó ‘Cuando toda la gente esté educada toda la hostilidad desaparecerá’. El estudiante, todavía perplejo, le dijo ‘pero eso ha estado presente por cientos de años ¿por dónde debemos comenzar?’. Entonces, el maestro, lentamente, puso su mano sobre su corazón.
Si queremos que el mundo cambie para bien, debemos empezar por nosotros mismos, no mañana, ni como propósito de año nuevo, sino desde luego, aquí y ahora.”
Estoy convencida de que el camino es ese. Debemos iniciar por nosotros mismos, por nuestra propia familia y extendernos a la sociedad. Podemos fracasar, pero al menos lo habremos intentado.
El trabajo para construir una sociedad mejor parece imposible, pero no podemos abandonar. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de cumplir con su parte, de respetar las leyes y buscar la manera de contribuir al bien común.
“Caminemos juntos todos, cuidémonos los unos a los otros, cuídense entre ustedes, no se hagan daño, cuídense la vida, cuiden la familia, cuiden a los niños, cuiden a los viejos, que no haya odio, que no haya pelea…” Papa Francisco.