La riqueza en México sigue concentrada en los mismos de siempre. La promesa de transformación no los tocó. Ya lo había advertido hace más de un año, y hoy, los hechos lo confirman: nada ha cambiado. Slim, Larrea, Salinas Pliego, Baillères… los nombres no se mueven. Sus fortunas, en cambio, han crecido como nunca durante los dos últimos gobiernos, ambos autodenominados del “bienestar”. Mientras el discurso de Morena apunta contra los ricos, sus políticas públicas han terminado por protegerlos.
Los imperios de estos magnates se construyeron con concesiones del Estado: minería, telecomunicaciones, televisión abierta, transporte ferroviario, bancos, energía. Les dieron todo: el subsuelo, el espectro radioeléctrico, las vías, los fierros… y hasta el viento. Lo hicieron entonces, y lo siguen haciendo ahora. La Cuarta Transformación ha mantenido —y en algunos casos reforzado— las condiciones para que los más poderosos sigan acumulando riqueza sin límite. En México, el dinero no solo compra influencia: también compra discursos.
Aquí, la corrupción no se combate, se premia. La cleptocracia moderna ha normalizado que los grandes señores del dinero no solo influyan: gobiernen desde la sombra. Administran capitales, pero también conciencias. Controlan medios, pautas, mensajes y narrativas. Y saben que, mientras el modelo económico siga intacto, ningún gobierno —por más vociferante— tocará sus intereses de fondo.
Lo verdaderamente escandaloso no es que haya empresarios ricos. Lo escandaloso es que convivamos con más de 50 millones de pobres y un puñado de familias con fortunas obscenas. A millones se les vendió la promesa de que “primero los pobres”. Pero la realidad es otra: primero fueron, son y seguirán siendo los mismos ricos de siempre. Los pobres no han disminuido: se han administrado. Se les mantiene con programas y transferencias que aseguran fidelidad electoral, pero no se rompe el ciclo de la miseria.
En un país serio, la riqueza implicaría responsabilidad fiscal. Aquí, en cambio, los más poderosos litigan cada peso que el SAT intenta cobrarles. Y si eso no basta, desatan campañas, interponen amparos, compran legisladores o presionan desde sus trincheras mediáticas. La ley no es un límite: es un menú.
Nuestro capitalismo es extractivo, depredador, abarrotero. No premia la innovación ni el riesgo, sino la cercanía con el poder. Se les llama empresarios, pero son administradores del privilegio: herederos de un modelo que les garantiza ganancias sin competencia y blindaje sin escrutinio.
“Por el bien de todos, primero los pobres” fue una gran frase. Tan buena que sobrevivirá a quienes no supieron —o no quisieron— hacerla realidad. Hoy, la pobreza no es menor que hace treinta años. Y los ricos no solo son los mismos: son más ricos, más cínicos y más seguros de su impunidad.
Seguimos atrapados en una espiral: pobreza estructural, desigualdad rampante, discursos redentores y oligarcas sonrientes en la primera fila de las cenas oficiales. No hay transformación verdadera sin justicia fiscal, sin competencia real, sin límites al capital que destruye más de lo que construye.
Los aplausos no deben ser para quienes acumulan, sino para quienes producen, enseñan, alivian, siembran, cosechan, resisten. Pero aquí, como decía mi querido Juan, el dinero compró el honor, el poder y la palabra. Y con eso, les basta para todo lo demás.