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La Tragedia de la Vanidad.  

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En tiempos en que el poder se ejerce sin recato y la política se convierte en espectáculo, personajes como Gerardo Fernández Noroña encarnan la esencia de esta época. Bien podría ser el trovador iracundo de la 4T. Es perfecto para probar que la política mexicana se ha convertido en un circo trágico. Confunde la insolencia con el coraje y el griterío con el argumento. Su público, siempre ávido de escándalo, lo aplaude sin escuchar, como si cada palabra suya fuera una revelación y no el eco ruidoso de su propia vanidad.

El Senado fue el escenario de su más reciente montaje. En un acto que revela su rostro autoritario, Noroña utilizó de forma facciosa a la Fiscalía General de la República para obligar a un ciudadano a ofrecer una disculpa por un altercado ocurrido meses atrás en un aeropuerto. El episodio en cuestión tuvo lugar en marzo, cuando un abogado lo increpó durante un vuelo y fue posteriormente forzado, por presión oficial, a disculparse públicamente. El mensaje leído por el acusado no fue una disculpa: fue una humillación pública. Una escena diseñada para alimentar el ego del supuesto ofendido. No le bastó una disculpa privada: exigió reflectores, ceremonia y transmisión en vivo. No buscaba justicia, sino protagonismo.

Esa necesidad de imponer castigo mediante el aparato del Estado delata al autócrata que muchos de estos personajes llevan dentro. Noroña no es un desliz ocasional del “movimiento”: es su expresión más acabada. Su conducta no difiere de quienes hostigan a la prensa o promueven reformas que eliminan  los contrapesos institucionales. La única diferencia es el volumen: él grita donde otros murmuran.

Porque, en el fondo, esa es la lógica de la Cuarta Transformación: el poder sirve para aplastar la crítica y pisotear al disidente. La disculpa pública que exigió no fue más que una demostración de fuerza.

En cada intervención de este personaje asoma un resentimiento atávico y una pretensión de superioridad moral que no tienen cabida en un político de su calaña. Responde a las críticas con insultos, a los reclamos con desdén. Desprecia la prudencia, la decencia y hasta el dolor ajeno. Todo, absolutamente todo, es utilería para su espectáculo.

Pero esto no es nuevo. Noroña ha hecho de cada espacio público su coreografía personal. No conoce el respeto. Las redes sociales son su micrófono, y sus seguidores, una corte que aplaude sin pensar. Para él, la política es un escenario, y él, el primer actor. Solo que su gesto favorito no es la risa, sino la mueca de desprecio.

El problema de Noroña no es su irreverencia, sino su insaciable necesidad de atención. Es el político que no sabe callar, que solo existe cuando provoca. Si no hay escándalo, lo inventa. Su vanidad le exige alimento diario, aunque sea a costa de la dignidad ajena.

En un país donde la política se ha vuelto una tragicomedia, Noroña es el prototipo del actor ideal: ruidoso, grotesco, siempre dispuesto a incendiarlo todo con tal de no perder escena.

Pero la verdadera tragedia no es él. Es una gran parte de la sociedad que aplaude la arrogancia, que confunde la violencia con carácter y al merolico… con estadista.

Nacional

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