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domingo, diciembre 14, 2025
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Los dejamos solos

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Hay palabras que evocan dolor y sufrimiento. Vocablos que comportan penas sufridas desde tiempos antiguos. Una de ellas es humillación. Proviene del latín tardío cuyo adjetivo humilis significa “bajo” o “humilde” y ese adjetivo deriva de la raíz humus, que significa tierra o suelo. Así, etimológicamente, puede afirmarse que el humillado era rebajado al suelo o arrojado al polvo. 

En México, desde que Andrés Manuel López Obrador asumió la titularidad del Poder Ejecutivo, adoptó la humillación no como acto aislado y accidental sino como política pública. Más rápido de lo que se pensaba dejó de fingir moderación y decidió mostrar su poder tal cual fue: desnudo, intolerante, impaciente, prejuicioso y vengativo. Con ese cariz arbitrario, presentó y gestionó una reforma judicial que, ahora sabemos, tenía por objetivo constituir una purga de cientos de juzgadores que fueron separados de sus cargos sin una sola falta comprobada, sin un procedimiento disciplinario, sin causa jurídica justificada alguna. Había que humillarlos.

La historia es conocida y, al final, más de la mitad de los juzgadores de carrera que integraban el Poder Judicial de la Federación fueron removidos o renunciaron anticipadamente. Sin embargo, la vileza no terminó con la destitución de quienes constitucionalmente eran inamovibles. La auténtica vileza ha estado en lo que sucedió con posterioridad: La Constitución garantizó a los afectados una indemnización, fue la propia reforma la que estableció el deber de resarcir a quienes dedicaron su vida profesional al servicio público de impartición de justicia. No obstante, pasaron las semanas, los meses y hasta un año y hay quienes siguen sin recibir un solo peso. 

El Órgano de Administración Judicial se encargó de difundir “información” que realmente desinformaba. Expresó que no existían fondos para cubrir las indemnizaciones; que los fideicomisos en los que obraban los recursos fueron desintegrados y que el presupuesto no alcanzaría para hacer los pagos correspondientes. Tornó un mandato constitucional en letra muerta y, con ello, generó una gran incertidumbre y zozobra en los juzgadores destituidos. 

Con el tiempo y pese a peticiones que, a la postre, se volvieron reclamos legítimos ysiempre mesurados, algunos de esos juzgadores se hartaron y salieron a protestar pacíficamente frente a las oficinas del Órgano de Administración Judicial. En un gobierno nacido de las marchas, de los plantones y de las constantes afectaciones a terceros, uno supondría que una protesta de juzgadores federales cesados que únicamente reclamaban el cumplimiento de un precepto constitucional transitorio -el pago de su indemnización- sería, por lo menos, atendida mediante una comisión de los miembros de dicho órgano. No fue así. La policía los retuvo, los encapsuló y hasta empleó la fuerza. Ante esos hechos -totalmente inadmisibles y reprobables-, se escuchó el grito ahogado de un exmagistrado: “¡Nosotros los protegíamos a ustedes!” No hubo oídos ni comprensión. Se empleó la fuerza pública porque no solamente se les debía callar: había que humillarlos. 

El actual aparato de justicia, proveniente del acordeón, que en teoría debe proteger los derechos establecidos en la Constitución y garantizar su exigencia, se volvió ejecutor material de la humillación. El Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, llevadode la mano de la Ministra que fue incapaz de escribir su tesis en forma autónoma, emitió un criterio en el que determinó que no procede conceder la suspensión provisional en contra del sistema normativo que regula la nueva “carrera judicial”. Así, la marcha de los juzgadores se silenció mediante represión, y la posibilidad de defensa jurídica se anuló ante el servilismo implacable de los actuales ministros. Había que humillar. 

Todo lo que ha sucedido en relación con los juzgadores federales cesados no es un mero accidente burocrático; es una estrategia política. El régimen autoritario comprendió que, para someter por completo al país, no basta con controlar al Poder Judicial, sino que hay que quebrarlo y eliminar moralmente a quienes puedan recordar que existen límites al poder. La humillación no fue un subproducto: fue el objetivo. 

Lo más grave no es el atropello, sino la indiferencia social. La indolencia de quienes no logran comprender que la dignidad e independencia de un juzgador no es un adorno, sino una muralla ética que protege a la comunidad entera. El juzgador que es arrojado a la tierra no cae solo. Con él se derrumba la dignidad individual de los ciudadanos y la defensa colectiva de sus derechos. Resguardar el decoro de los juzgadores no constituye un acto de cortesía o un proceder empático, sino una obligación para salvaguardar la supervivencia cívica. La dignidad de un juez no es sólo suya: es la reserva moral de un pueblo. Los ciudadanos que han observado impasibles lo que han sufrido los juzgadores federales, han consentido que el derecho se vuelva un instrumento maleable que el gobierno puede emplear a su antojo, con lo que han comprometido sus propios derechos, su libertad, la de sus hijos y la de cualquiera que algún día necesite un tribunal autónomo, independiente, que pueda escuchar sin prejuicios y resolver sin miedo. 

La sociedad tiene una deuda histórica con los juzgadores. La sociedad ha pecado por omisión. Los jueces no pidieron privilegios, lo único que exigieron fue el cumplimiento de una prescripción constitucional y la sociedad, en su mayoría, los ignoró, los dejó solos…tal y como estaremos cuando necesitemos juzgadores preparados e independientes. 

Si el gobierno empleó la tierra para manchar y humillar y no para sembrar, entonces debemos ser los ciudadanos quienes nos levantemos, disipemos el polvo y demos forma a una expresión que sea muestra palpable de una indignación lúcida y solidaria. No para idealizar a los jueces, sino para recordar que sin ellos no existe democracia posible. Para recordar que jamás debieron ser arrojados al suelo. Para nunca olvidar que tuvimos la oportunidad de desterrar la palabra humillación de nuestra pedagogía política y, en lugar de aprovecharla, los dejamos solos. 

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