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Navidad 2025

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La Navidad, para quienes aún la sentimos en lo más hondo, ocurre en ese instante en que el hombre interrumpe —solo por un momento— su ruidoso ejercicio de soberbia para recordar que no es dueño de nada, ni siquiera de sí mismo. Es el día en que el misterio derrota, aunque sea por un suspiro, a la arrogancia humana.

Dios sigue siendo un enigma. El universo guarda preguntas infinitas y el hombre apenas alcanza a formular unas cuantas. Pero cada diciembre vuelve la certeza de que el silencio es más sabio que cualquier palabra, y que hay verdades que solo se revelan en la quietud.

En mi infancia, la Navidad era un territorio sagrado: olor a pino, a heno, a musgo húmedo; alegría en la calle y en los mercados colmados de piñatas que celebraban nuestras costumbres; mujeres que rezaban; campanas que anunciaban un milagro —uno grande—. Nadie cuestionaba nada porque no había necesidad de comprender aquello que se sentía en la piel. Vivíamos rodeados de afecto, de familia, de un sentido que en estos tiempos parece haberse perdido. Hoy somos más ruidosos que nunca y, paradójicamente, estamos más vacíos.

Los tiempos cambiaron. Las palabras se desgastaron. Incluso expresiones como “paz y bien” parecen haber perdido su fuerza y su razón de ser. Pero la Navidad no necesita que el mundo la entienda: ella vuelve, una y otra vez, a recordarnos lo esencial. Porque el pesebre no fue un adorno, sino un signo. No una escena, sino una revelación. Fue la demostración silenciosa de que la grandeza de Dios se manifiesta en la humildad, y que la verdadera fuerza es la que se ejerce sin violencia, sin ruido, sin exigencias.

Y aun así —o quizá por eso— la Navidad resiste. Se cuela por las grietas del alma como una luz tenue, suficiente para sostener al espíritu. No depende de fiestas, ni de compras, ni de ceremonias. Vive en la mirada del que perdona, en la mano que ayuda, en la lágrima que limpia y recuerda. Sobrevive incluso en los corazones cansados, donde apenas queda una chispa de fe.

Cada año regreso en mis recuerdos al lugar de mi infancia: a la noche fría, llena de risas, de alegría, de sentido de pertenencia y de una fe que parecía marcar el ritmo de un universo más optimista y también mucho más sensato. Hoy, lo que se ha roto no es la tradición: es el hombre. Su prisa, su vanidad, su incapacidad de escuchar algo distinto a su propia voz. Porque para entender la Navidad, primero hay que callar.

Por eso, este 25 de diciembre vale la pena detenerse. Respirar. Mirar hacia adentro. Recordar que la humildad es el origen de toda luz y que ningún corazón, por endurecido que esté, es impermeable a un milagro. La Navidad es una invitación —a veces incómoda— a revisar la conciencia, a preguntarnos qué hicimos con el tiempo que nos fue prestado, con el amor que nos fue confiado, con la fe que alguna vez tuvimos.

Porque, al final, la Navidad no juzga; es la conciencia la que sentencia. Y ese juicio —implacable, silencioso, inevitable— llega siempre. Incluso para quienes creen que pueden vivir muy por encima del cielo y muy lejos del pesebre.

Por vacaciones, nos volveremos a leer el 19 de enero del 2026.
Les deseo las mejores y más felices fiestas. Gracias.

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