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lunes, diciembre 15, 2025
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NORMALIZAR LO IRRACIONAL

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Nunca ha sido mi intención minimizar obras literarias. No tengo ni el bagaje ni las credenciales lingüísticas para hacerlo. Tengo sí, el gusto por la lectura y la vivencia diaria como experiencia vital. Es así que me encontré con “El Mercader de Venecia”. Una de las mentes más brillantes decidió que en su novela habría un contrato que hoy podría ser de mutuo con garantía personal: Shylock, el usurero, le prestaría tres mil ducados a Antonio quien, si no pagaba en la fecha convenida, debería dar la garantía que consistió en una libra de carne de su cuerpo, cortada de la parte que mejor le pareciera a su acreedor.

Como es sabido, Antonio fue presa de circunstancias incontrolables que le impidieron cubrir oportunamente el adeudo. Entonces Shylock exigió el pago de la garantía. Cobrar un trozo de carne humana debería ser y parecer un despropósito de tal magnitud que la sociedad entera debería rechazarlo. Sin embargo, en Venecia, los mercaderes, ante la grotesca pero rigorista demanda contractual de Shylock, siguieron con su vida normal: pesaban sus telas; continuaron con sus intercambios comerciales; embarcaron su mercancía y, en general, en los puertos y canales la gente siguió negociando llena de indiferencia. Nadie se indignó. Nadie interrumpió el acto de exigencia. Los habitantes de Venecia contemplaron el horror con la serenidad de quien ya se acostumbró a la injusticia.

Hay un momento en esa gran obra literaria en la que el autor condensa toda la tragedia que existe en la interpretación jurídica: la literalidad de la cláusula frente al espíritu del derecho. Es la escena del juicio. De un lado, Shylock, exige el cumplimiento estricto del contrato, es decir, una libra de carne del cuerpo de Antonio, su deudor insolvente. Del otro lado, Porcia, disfrazada de juez, detiene la mano del ejecutor para recordar que la justicia no se agota en la letra o literalidad de las normas, sino que vive en la sociedad, en el “cómo” de su aplicación. Así, Shylock encarna el “qué” del derecho, es decir, la obsesión por la literalidad, la fe y las obligaciones plasmadas en documentos. Su reclamo no es ilegítimo porque Antonio asumió el compromiso voluntariamente. Sin embargo, Porcia introduce la grieta luminosa del “cómo” en la interpretación. No niega el contrato pero lo interpreta de modo que le dice a Shylock: puedes llevarte la libra de carne del cuerpo de Antonio, ni más ni menos. Pero una gota de sangre no está en el contrato, si se derrama habrás faltado a él. Con esta interpretación, Porcia rescata la idea de que la justicia no consiste en cumplir la ley, sino cumplirla sin perder la humanidad.

Así, en Venecia, bastó una mujer para poner en la conciencia de los mercaderes la injusticia contractual que estaba por cometerse. Porcia, sin ser abogada, demostró que la costumbre no debe esconder el atisbo de esperanza que dimana de la humanidad. Mostró que no hay que callar, indiferente, frente a las injusticias.

Hoy en día, en México, la Venecia del mercader está por repetirse y no se vislumbra que exista una Porcia que ponga conciencia en la colectividad. Vivimos entre las ruinas morales y jurídicas de una sociedad en la que ya no es culpable el mal que se comete, sino el silencio que lo justifica. La justicia se desmorona a la vista de todos y el país bosteza. Se aletargan las reacciones y éstas, que son pocas, nada logran.

La pasividad de la sociedad mexicana, ese notorio “no me incumbe” elevado a forma de vida, es nuestra libra de carne y todos habremos de pagar con ella.

En nuestro país hay silencios cómplices y silencios culpables. El mayor peligro no es la injusticia sino asumir que es normal. Como anuncié, no pretendo, ni cercanamente, apropiarme de obras literarias que están encumbradas por mentes brillantes pero, en este caso, me adueño del “qué” al que Shylock se aferró para interpretar el contrato. El “qué” necesario para despertarnos de la apatía.

Que el abogado se acostumbre a la arbitrariedad.

Que el litigante acepte la incompetencia jurisdiccional como rutina y parte del trabajo.

Que el ciudadano pierda la fe en el tribunal y busque la justicia, en la calle, por propia mano.

Que la sociedad asista impávida a su propia degradación en lugar de reconocer que somos seres sociales con una moralidad imbíbita en el respeto mutuo.

Que seamos una comunidad llena de distintos gremios que se dejan solos y, en lugar de acompañarse, vean por su propio bien.

Que los grandes despachos, ante la reforma judicial, callen refugiados en la comodidad de sus relaciones y honorarios.

Que los académicos dejen de ser faros del pensamiento y busquen notoriedad a través de disgregaciones jurídicas poco prácticas.

Que la indolencia sea la nueva forma de crimen y no se requieran verdugos cuando basta con espectadores.

Que la indiferencia huela a rutina y la rutina apeste a perdición.

Que la toga se convierta en disfraz y el Poder Judicial se vuelva recaudador y pro autoridad.

Que los notarios inunden su pensamiento en escrituras y olviden que son parte de un gremio jurídico que, a la postre, puede ser atacado.

Que los malos juzgadores sean un lujo y las madres buscadoras una pequeña desatención del Estado.

Que las inundaciones que acaban con vidas sean simples “subidas leves” del caudal normal de un río.

Que a los juzgadores federales cesados no les cubra su indemnización aunque esté en la Constitución con tinta indeleble.

Que a la anestesia cívica no se le interponga ni la razón ni la coherencia.

Que las masas se asuman como paisaje y sea la maldad la que pode y dirija su crecimiento.

Que la tiranía no pueda nacer entre silencios y oropeles.

Que no abandonemos la voz que México necesita.

Que el mayor peligro no sea la injusticia, sino su normalización.

Que no haga falta censura porque el silencio se volvió costumbre.

Que nunca aprendamos a vivir con lo irracional.

Que nos abstengamos de normalizar lo absurdo.

En Venecia hubo una mujer que, disfrazada de juzgador, detuvo la barbarie. Una sola mujer bastó para despertar la conciencia de los mercaderes quienes, finalmente, se dieron cuenta de que la injusticia contractual no podía pasarse por alto como algo “normal”. Porcia demostró que la costumbre no puede ni debe esconder la maldad. Mostró que no hay que callar, indiferentes, frente a las injusticias.

Hoy, en México, el aire huele a rutina. La carne del pueblo -nuestra carne- sigue en la balanza. El cuchillo afilado que la cortará se ha desenfundado.

Todo por haber creído que el silencio no cuesta.

Por haber pensado que otro haría lo que nosotros pensamos, pero omitimos.

Todo por haber aprendido, sin resistencia, a normalizar lo irracional.

Nunca ha sido mi intención minimizar obras literarias. No tengo ni el bagaje ni las credenciales lingüísticas para hacerlo. Solamente me niego a normalizar lo irracional, a vivir en una sociedad abúlica. Debemos encontrar y encarnar a Porcia. Busquemos el “cómo” para poner un alto al gobierno que se siente dueño de México y que manda bajo la dirección de la estulticia.

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