Un viejo profesor universitario contaba a sus alumnos de la facultad de derecho la siguiente historia:
“Imaginen, jóvenes, que un buen día ocurre un cataclismo y México desparece envuelto en una nube de polvo. En un instante, todo lo que conocemos, todas las personas, todas las cosas, quedan enterradas entre concreto, vidrios y acero.
Pasan cientos de años y a los investigadores de otra civilización se les ocurre explorar las ruinas de lo que una vez fuimos.
Un antropólogo descubre entre los escombros un pequeño libro que, por alguna razón, quedó intacto; lo sacude del polvo y puede leer su título: Constitución de 1917.
Le atrae, comienza a hojearlo, se interesa aún más y, finalmente, se apasiona por su contenido.
Lo presenta ante los historiadores y hombres sabios, ellos lo analizan y llegan a la conclusión de que las personas que vivieron en ese lugar eran, sin duda, un pueblo sabio, feliz y próspero.
Fue una gran pérdida para la humanidad que hubieran desparecido.”
La Constitución de 1917 fue, en su momento, un texto muy valioso. Supo recoger los anhelos de quienes lucharon por un mejor país, fue revolucionaria, en cuanto incluyó derechos sociales y fue la promesa de que México se convertiría en un mejor lugar para su gente.
Estableció derechos sociales y laborales, tales como la jornada de 8 horas de trabajo, el derecho al descanso semanal, la prohibición del trabajo infantil y la igualdad salarial.
Reformó el régimen de propiedad; estableció la propiedad ejidal y comunal, y permitió la expropiación de tierras para distribuirlas entre los campesinos.
Promovió la educación laica y gratuita.
Estableció la nacionalización de los recursos naturales del país.
Y sentó las bases para la construcción de un Estado democrático, en el que exista la división de poderes.
No cabe duda de lo valiosa que fue en su momento esta Constitución y de lo grande que hubiera sido México si sus postulados se hubieran cumplido.
A más de cien años de su promulgación, el actual texto, con sus muchos artículos transitorios, se ha vuelto farragoso, difícil de comprender. Contiene normas “transitorias” que son auténticos reglamentos y otras más que cuesta mucho analizar.
Lo ideal es que una constitución sea clara y breve. Que su redacción sea accesible a todos los ciudadanos que tienen el deber de conocerla.
Sin embargo, nuestros legisladores se han empeñado en lo contrario, en construir un mamotreto irreconocible.
Olvidaron reglas fundamentales:
Claridad y concisión; debe ser fácil de entender y no contener ambigüedades.
Flexibilidad y adaptabilidad; debe ser capaz de adaptarse a los cambios del país.
Estabilidad y predecibilidad; debe proporcionar un marco estable y predecible para el gobierno y la ciudadanía.
Un documento de 506 páginas (con los distintos decretos de reformas y los artículos transitorios) no es útil ni accesible en ningún sistema. No puede ser utilizado como el documento que nos constituye.
Retomando la historia del viejo profesor universitario, si en lugar de encontrarse con la Constitución de 1917, en su texto original, los investigadores se hubieran topado con el texto vigente, tendrían una idea cabal de la sociedad que hoy somos: inculta, sometida, indiferente, y en la que gobiernan los peores hombres y mujeres.
Ojalá tengamos oportunidad de reflexionar, ojalá hagamos conciencia y nos interesemos por lo que le ocurre a México.



